miércoles, octubre 21, 2009

Nostalgia de la Lucha... (Fragmento, título tentativo)

... La capucha verde del Espectro fue la primera joya faltante en aparecer, luego de abrir con ansiedad los primeros seis sobres. Poco a poco se le unieron Rocambole, Mano Negra y Jungla, hasta juntar trece adquisiciones completamente nuevas. ¡Ya eran menos de diez las estampas que le faltaban para completar la inédita hazaña!
Sin embargo, se sentía intranquilo: Verónica no se hallaba por ningún lado, y ella no acostumbraba faltar a clases sin avisar al maestro. Dentro de su felicidad y excitación, no pudo evitar preocuparse.
-El Santo –dijo Rogelio, esgrimiendo en el aire la imagen del Supermuñeco.
-Va –contestó Miguel distraído, pero incluso si se hubiese percatado de que estaba cambiando una estampa valiosísima por una más común y que encima ya tenía, no le habría importado gran cosa. Sus pensamientos estaban enfocados en imaginarse que habría sido de Verónica. El recreo, siempre corto y esperado, le pareció un infierno eterno sin ella correteando por el patio con sus amigas. Las clases de la tarde fueron la peor de las torturas, y nunca le habían parecido tan tediosas y aburridas.
Su rostro se iluminó, sin embargo, cuando la vio llegar a la hora de la salida. Iba vestida con sencillez, como escondiéndose, pero esperando verlo. Él se le acercó antes que cualquiera de sus amigas.
-¡Mira Vero! –se le acercó emocionado, extendiendo el álbum de luchadores abierto, y casi lleno en su totalidad -¡Ya nomás me faltan seis…!
Verónica no dijo nada, le costaba trabajo hablar. Miguel supo que había ido a la escuela sólo para verlo a él, pero no se alegró en absoluto. Entre lágrimas, Verónica le contó su pesar:
-Mañana es mi último día en esta escuela, Miguel… mi papá consiguió trabajo en otro estado, y…
Miguel no quiso saber más. Furioso, dio la media vuelta y corrió con las mejillas mojadas en sal rumbo a su casa.
No salió de su habitación en todo el día. Cuando su madre lo llamó para saber por qué se encerraba, él simplemente respondió con un grito que dejaba escuchar el nudo en su garganta que tenía tarea por hacer. Haciendo gala de prudencia, su madre permitió que el niño se desahogara de lo que le ocurriese durante un rato.
Una llamada despejó las inquietudes de doña Luisa: Teresa, la madre de Verónica, le llamaba para avisarle que su marido había conseguido una gerencia regional en su trabajo, por lo cual la familia tenía que mudarse a Guadalajara. Luisa supo entonces qué era lo que ocurría con su hijo, pero prefirió respetar por ese día su dolor.
El jueves siguiente Miguel despertó una hora más tarde de lo que estaba acostumbrado. Le extrañó que su madre no lo despertase, ya que generalmente doña Luisa no perdonaba ni un segundo a su hijo, cuando de ir a la escuela se trataba. Aún tenía puesto el uniforme de la escuela, y el llanto de la noche anterior le proporcionó una sensación de bienestar, aunque seguía dolido por la inminente pérdida de Verónica.
-¿No piensas despedirte de Vero…? –preguntó su madre, parada en la puerta de la habitación.
-¡No! –respondió él, furioso- la odio… ¿Pa qué se va…?
Doña luisa lo miró con comprensión. Se acercó al niño, cuyos ojos estaban a punto de estallar en lágrimas.
-Mira, Miguel… -dijo con voz suave su madre- Vero no se va porque quiera hacerlo. Son sus padres los que han decidido aprovechar esa oportunidad.
-Pero ella no se quiere ir –respondió Miguel con un nudo en la garganta, que se engrosó cuando prosiguió su frase- y yo no quiero que se vaya.
Su madre suspiró. Posó su mano consoladora en la cabeza de Miguel.
-Mira hijo: desafortunadamente, hay cosas que no dependen de ustedes. Uno como padre a veces tiene que tomar decisiones que no le van a gustar a sus hijos, pero es por el bien de la familia. El papá de Vero tuvo que tomar una de esas decisiones, porque no es fácil sostener a una familia con lo que él gana, y para poder salir adelante, necesita aceptar la oferta que le hacen en Guadalajara.
-Pero ella se va a olvidar de mí…
Doña Luisa sonrió tiernamente:
-Eso no lo puedes saber. Y en todo caso, creo que lo más importante es que tú no te olvides de ella…
Miguel rompió en llanto, refugiándose en el regazo de su madre, bañando su vestido con lágrimas que le reconfortaban lentamente.
Doña Luisa no dijo nada por varios en minutos. Dejó que la tristeza de su hijo fluyera libremente, hasta que se sintió casi completamente aliviado.
-Ahora –dijo Doña Luisa, tomando el álbum de luchadores de la cama de Miguel- creo que lo mejor es que vayas a despedirte de tu amiga…
Miguel miró el álbum que le ofrecía su madre. Su rostro se iluminó, esperanzado. Aún le faltaban seis estampas, ¿y qué? Lo único que importaba en ese instante, era llegar a la escuela, alcanzar a Verónica, y pasar su último día juntos lo más felices que se pudiera. Si le hacía burla porque no había logrado completarlo, era lo de menos. Su único pensamiento era compartir esas últimas horas con su amiga, y mientras pudiese hacer eso, el mundo podía irse al carajo...
Llegó corriendo a la escuela, a la hora de la salida. Verónica estaba rodeada de compañeros que la despedían entre lágrimas y alguna que otra broma. Se escondió lo suficientemente bien para que sólo ella lo viera, pues quería pasar las últimas horas juntos sin compartirla .
Se despidió rápidamente de sus amigas, pues en el fondo, ella también deseaba despedirse de manera especial de Miguel. Se encontraron detrás de la escuela, como si se tratase de una pareja de amantes furtivos.
-Ya sabía que no lo ibas a llenar…- dijo ella con voz entrecortada, mirando el álbum de luchadores que Miguel llevaba bajo el brazo.
-Cállate, cuatro ojos- respondió él, disimulando con trabajos la tristeza en su voz.
Se sentaron en la banqueta por horas, sin decirse nada, aunque una cálida melancolía los inundó. Miguel revolvía de vez en cuando las hojas de su álbum de estampas, mientras Verónica lo contemplaba abstraída.
La roja tarde se posó en la calle que los miraba perezosa, soplando de vez en cuando un viento que alborotaba los cabellos de la niña y un sol que tornaba rojizas las pupilas del jovencito. Y así, sin decir nada, se dieron ese beso que no lo fue. Unieron sus labios, con inocencia, sin saber bien a bien lo que hacían. No fue realmente un beso, pero para los dos sería el primero: el que recordarían por siempre, el que no le confesarían a nadie.
Tomaron distintos rumbos, para llegar a un mismo sitio con el corazón triste, pero descansado. Miguel llevaba los anteojos de su amiga en el bolsillo de la camisa; Verónica, un álbum de luchadores sin completar, escondido entre los libros de la escuela…