viernes, septiembre 22, 2006

Marte y Venus en La Atlàntida (Cuarto Match Preliminar)

Marte despertó un tanto desorientado, pero con la sensación de haber dormido plácidamente, como nunca en su vida. Como cada madrugada, a eso de las tres, escrutó minuciosamente su departamento antes de despojarse de la máscara y meterse a bañar. Abordó su lujoso Pontiac como de costumbre, y se encaminó al gimnasio. Don Rodrigo era el único ser vivo en los alrededores. Marte comenzó su rutina, que terminó pasado el medio día. Nuevamente abordó su auto con vidrios polarizados. Llegó a casa y se preparò para una rueda de prensa, previo a su siguiente combate titular contra el Gorila Domínguez, uno de los pocos gladiadores capaces de derrotarlo con relativa facilidad. La rueda de prensa no había sido fácil: el Gorila arribó a ella abriéndose paso entre reporteros y policías. El mismo Marte estuvo a punto de bajar del improvisado escenario para contener la furia asesina del Gorila. El promotor sentado junto a él lo detuvo: se trataba del mismo que años atrás lo había convencido de unirse a INTERPOL. Abajo, otro agente, disfrazado de periodista estaba listo para dispararle un dardo envenenado en caso de que por alguna reyerta Marte perdiese la tapa. Afortunadamente, el incidente no pasó de unos cuantos empujones y un par de policías ligeramente lastimados.
Cuando el Gorila por fin tomó su lugar en el escenario, su discurso consistió en provocaciones al enmascarado carmesí, quien las soportó con una imperturbable expresión de confianza y una sonrisa burlona. Lo único que Marte replicó a su adversario, fueron estas sencillas palabras:
-Te venceré.
El Gorila estuvo a punto de lanzarse contra él, obligando a las fuerzas del orden a desenfundar sus armas para hacerlo desistir de su agresión. Marte abandonó el lugar con paso orgulloso y confiado.

Ya eran casi tres años desde que Diana dejara su hogar y se pusiera en manos de su anciano tutor. Este siempre le trató de manera ruda y sin piedad. Por momentos incloso llegó a odiarlo. Al viejo gladiador no le importó: no hubiese sido la primera que le reprochase su duro trato, aunque reconoció que era de las pocas que no habían renunciado después de las primeras tres semanas.
Un promotor en busca de nuevos talentos visitó el gimnasio donde Diana era instruida. Después de observar la depurada técnica de la joven y su resistencia al castigo, se animó a ofrecerle una carta de recomendación.
-Mi empresa –dijo el hombre- sin duda estaría interesada en un elemento como usted. Llámeme cuando crea conveniente.
Diana mostró el documento a su tutor. Este lo observó indiferente.
–Guárdala –dijo- y después hablamos.
Diana lo hizo así, pero notó que la intensidad de los entrenamientos aumentó. El viejo luchador provocaba en la calle a gladiadoras del mismo peso, o incluso más fuertes que La Llorona, solo para que Diana las enfrentase. La joven siempre salió avante de estas pruebas improvisadas de su maestro, que se sonría discretamente donde nadie pudiese notarlo.
Cierto día el maestro llegó a la práctica con algunas horas de retraso. Llevó a su pupila a un lugar apartado del bullicio del gimnasio.
-¿Porqué luchas? –preguntó el anciano. Diana no sabía a ciencia cierta que responder… aquella era una cuestión que nunca se había planteado. Ciertamente luchaba para demostrar su superioridad sobre el sexo opuesto, pero esto sòlo no bastaba para justificar el dolor y las horas pasadas siguiendo las indicaciones de su tutor. ¿Porqué luchar entonces? ¿Por dinero? ¿Por la gloria? ¿Porqué? Finalmente, sentenció:
-Lo llevo en mi naturaleza. De alguna manera, sé que es mi destino… no lo sé, no puedo explicarlo con palabras… solo sé que lo tengo que hacer…
El maestro le ofreció la primera sonrisa desde que se conocían. Extendió una finísima caja de madera con una “V” tallada con maestría, que Diana tomó con emoción.
-Te la has ganado, hija mía.
Diana no pudo, aunque quiso, contener las lágrimas que salían de sus ojos. La caja era realmente hermosa, pero lo que en realidad conmovió aquel corazón de piedra, fue escuchar que alguien por primera vez en su vida, la llamase “hija”. Dentro de la caja, una máscara rosa, con grecas moradas, y una “V” bordada en la frente, resplandecía ante sus ojos. Se probó la prenda, que se adaptó a su cabeza como si de una segunda piel se tratase.
-Te llamaràs Venus -dijo el anciano. Una expresiòn grave se dibujò en su rostro antes de continuar: -Solo una cosa me queda por enseñarte, pequeña –prosiguiò- y es que esa máscara es algo sagrado y precioso para ti. Defiéndela como si fuera tu vida, pues es la materialización de tu honor como guerrera. Y si la has de perder, que esto sea con dignidad. Nada más tengo que enseñarte, mi niña, ni a nadie más.
Venus miró los ojos enternecidos de su maestro. Era la primera vez que veía en ese viejo semblante una expresión lejana a la determinación o la severidad. Aquel rostro era amable y con un cierto cansancio. Sus manos, que antaño le parecìan tenazas capaces de arrebatar la vida con una leve presiòn, le parecieron de pronto pequeñas y cariñosas, como las de un padre amoroso que acariciase a su hija. Venus abrazó al anciano, que se quedó un rato en la oscuridad del gimnasio, viendo como la mejor alumna que había tenido, se convertía en un punto lejano en el horizonte.
Minutos después cayó para no despertar jamás.

CONTINUARÀ...