martes, agosto 22, 2006

Marte y Venus en la Atlántida (Primera lucha estrella)

A partir de hoy, y durante las próximas semanas, me dedicaré a publicar un cuento bastante largo y satisfactorio en lo personal. Espero tener tiempo de pegar texto al menos una vez por semana, pero si no lo logro, pido una sincera disculpa...
¡Los dejo con la primera lucha estrella!

La isla entera se estremeció con el rugido de la explosión. El cuerpo del Doctor Cerebro yacía inerte en el piso del laboratorio, víctima de su propia máquina de la muerte. Marte le contemplaba ensangrentado y exhausto. Se dio un tiempo para recuperar el aliento y salir. Conservaba la esperanza de que todo había terminado, pero muy en el fondo, sabía que lo peor estaba aun por venir.
Como si el destino hubiese leído su cansada mente, una silueta femenina se dibujó en la pared. Aun pretendió tener la esperanza de que se trataba de alguna de las esclavas del Doctor Cerebro que, horrorizada, buscaba una salida de la isla. El volcán artificial vomitó una nueva ola de fuego, como si fuese el horrendo heraldo de la mujer que esperaba desde años atrás ese momento. La mujer dio la vuelta a la esquina para descubrirse ante Marte.
-¡Marte! –dijo la mujer con tono amenazador.
-Venus –respondió él, sereno.
Permanecieron frente a frente durante un instante. Los recuerdos arribaron a la mente de ambos combatientes.

Marte se inició en la lucha libre desde muy joven. Era un muchacho con un talento extraordinario, e incluso muchos apostaban que quizá sería el nuevo Santo, en una época en la que la lucha necesitaba urgentemente de un ídolo de tal envergadura. Sin embargo, no solo los promotores se dieron cuenta de esta situación: la INTERPOL también conocía las habilidades del joven, por lo cual decidieron someterlo a algunas pruebas y exámenes diseñados para agentes de elite.
Marte demostró capacidades extraordinarias y un potencial ideal para convertirse en agente de INTERPOL. El mismo Comandante Supremo lo invitó a unirse a la agencia. El joven se sintió honrado, pero fue sincero con el funcionario:
-La lucha es mi vida, Comandante. Mi padre fue luchador, mi abuelo también, y debo seguir con esa tradición. Es mi herencia.
El Comandante se sonrió. Tomó al muchacho de los hombros, y le explicó:
-Lo sé, lo sé. Pero no te estoy pidiendo que dejes tu carrera en el pancracio; simplemente, queremos que la complementes.
El Comandante le explicó que INTERPOL contaba con una rancia tradición de agentes secretos que llevaban una vida relativamente normal, especialmente en las filas de los luchadores.
-Afortunadamente –agregó- hace mucho que no ha habido una amenaza que requiera de los servicios de tan exclusivo cuerpo de la agencia.
Marte pareció satisfecho y acepto. Su carrera luchística ascendió rápidamente, logrando que su nombre pronto fuese reconocido en las arenas más importantes del país y en el extranjero.

Don Rufino esperaba con ilusión y angustia que la partera saliese del cuarto de su mujer con noticias. Sabía que el de Felìcitas, su esposa era un embarazo de alto riesgo, dada su condición débil. Ya había tenido un par de varones mal logrados, mismos a los que debía en buena parte su condición. El doctor había advertido al rústico hacendado que un tercer embarazo quizá la costara la vida de su mujer, pero Rufino, con la tozudez propia del patrón a quien nadie le negaba nada, vivía empecinado en tener un hijo varón, así le costara la vida de la persona que más amaba en el mundo.
La partera salió meneando la cabeza negativamente. Llevaba un pequeño bulto en los brazos. Rufino la abordó de inmediato.
-La señora… -fue lo único que la partera pudo decir. Aunque sentía el mundo derrumbarse a su alrededor, Rufino conservaba la esperanza de que su heredero al menos había nacido sano. La mujer leyó la mirada del patrón, que preguntaba sin emitir palabra. Lo único que pudo dar como respuesta, con una amarga sonrisa, fue el bulto que cargaba: una hermosa niña, robusta y de mejillas sonrosadas, que sonreía tiernamente a su padre. Rufino la alejó como si de una sierpe se tratase, y odió a su difunta esposa con toda la ponzoña que su sencillo corazón podía alojar. El destino de Diana –el nombre que Rufino se dignó dar a su semilla- estaba marcado.
Fue educada del modo que correspondía a su clase, pero nadie le prodigó afecto. Al principio, cuando comenzaba a adquirir conciencia de si misma y del mundo que le rodeaba, Diana intentó ganarse el cariño de su indiferente padre a fuerza de ternura. Como no diese resultado, probó lo opuesto: sin estar planamente consciente del odio de su padre hacia ella, intuyó que a lo mejor tenía que ver con su condición femenina. Diana odio lo que era, odiaba su sexo, y se decidió a cambiarlo. Tendría unos diez años cuando comenzó a comportarse como un jovencito: buscaba pelea con los rapaces del pueblo, recolectaba alimañas, montaba a caballo, e incluso empezó a experimentar con el alcohol y el tabaco. Nada conmovía a su padre.
Al cumplir los quince años, Diana era ya toda una señorita. De alguna manera logró conservar su feminidad, pese a sus esfuerzos por ser lo más parecido a lo que su padre había deseado. Rufino entre tanto, se había ido dejando morir poco a poco. Le tomó esos quince años acabar con su vida. Furioso y todo, había dispuesto que su fortuna sería el único legado que le dejaría a su hija. En su lecho de muerte, pidió perdón a la joven.
-Perdóname hija –dijo con lo que le quedaba de fuerza –no pude quererte. No es que no quisiera, es que no pude.
Diana permaneció impasible, viendo la vida de su padre extinguirse, y sin otorgarle su perdón. Horas después del fallecimiento de Rufino, Diana liquidó todas sus posesiones, las repartió entre los empleados de su padre, y se lanzó al mundo, dispuesta a demostrar que podía ser tan buena, o aun mejor, que cualquier hombre.

CONTINUARÁ...