viernes, septiembre 15, 2006

Marte y Venus en la Atlántida. (Tercer combate en Superlibre)

Pasaron varias semanas sin que Marte respondiera al teléfono o saliera de su apartamento. Ni siquiera había recogido la medalla que INTERPOL le otorgaba por el desmembramiento de la banda de “El Toro”. Nadie sabía lo que pasaba por ese cerebro prodigioso y su límpida alma. Marte no dejaba de reprocharse la muerte de su hermano.
Finalmente el Comandante Supremo, quien tenía un especial aprecio por Marte, se hizo presente en su hogar. Marte le escuchaba sin decir nada, como si estuviese solo en la habitación. Después de horas intentando hacer recapacitar al joven, el Comandante dio un profundo suspiro:
-Puedo ofrecerte una solución –dijo- puedes olvidarte de todo esto. Borraremos tu memoria y serás solo Marte, el luchador.
El coloso parecía salir de su trance. Escuchaba con atención lo que su jefe y amigo le decía con cierto pesar.
-Puedo devolverte tu vida… pero a cambio, deberás olvidarte de todo tu pasado como civil. Serás Marte y nada más; nadie debe ver otra vez tu rostro. Serás un luchador. Olvìdate de la vida civil. Por tu propio bien, piénsalo.
El Comandante se fue. Marte no tardó mucho en aceptar el cambio. El Profesor Godard, jefe de Investigación y Desarrollo de INTERPOL le dio las últimas advertencias:
-Nunca debes dejar ver tu rostro. Si te has de quitar la máscara, asegúrate de que estarás solo. Si tu identidad se llega a saber, nos veremos obligados a matarte. Te “programaré” para que evites las luchas de apuestas, pero si aun así llegaras a perder tu máscara en público, tendrás la necesidad y los medios para suicidarte. ¿Aceptas el trato? Aun puedes arrepentirte.
Marte no vaciló. Con su acostumbrada impasibilidad, asintió. Su memoria fue borrada. Un comando especial de INTERPOL lo llevó a su apartamento con toda discreción. A la mañana siguiente, Marte pensaría que despertaba a su rutina diaria.

El viejo gladiador recibió indiferente a Diana. Era un hombre de baja estatura, piel morena y arrugada, y una sabiduría visible en la mirada. Parecía frágil en su fisonomía, pero un observador agudo, como era el caso de Diana, habría presentido la ferocidad y el peligro potencial en su temperamento. Con todo el respeto que le inspiraba, pidió al viejo enseñarle los secretos del pancracio. El hombrecillo apenas dibujó lo que parecía una sonrisa. Sin decir palabra, le señaló el cuadrilátero. En este, una veterana de ciento setenta kilos de peso, conocida como La Llorona, entrenaba su rutina diaria. Diana subió. La Llorona comprendió la muda orden del anciano, abalanzándose sobre Diana. Esta no pudo esquivar a la mole que se arrojaba sobre ella, mucho más veloz de lo que su peso hubiera permitido suponer. Diana se asfixiaba bajo aquella inmensa humanidad. La Llorona creyó que sería suficiente para persuadirla de abandonar el oficio, pero se engañaba: Diana se lanzó sobre ella con toda su fuerza, pero carente de técnica. La Llorona simplemente la tomó por los cabellos y se la quitó como si de un mosquito se tratase. Diana no cejaba. Ignoraba porqué se le obligaba a enfrentar a semejante rival sin haber recibido instrucción alguna, pero no le importó. La Llorona la tendió en el suelo unas siete veces más sin mostrar cansancio alguno. Para la octava ocasión, Diana apenas podía moverse. La Llorona se encogió de hombros, dispuesta esta vez a derribar a su rival para siempre. El anciano gritó:
-Basta. Has probado tu valía. Te acepto como mi alumna.
Diana sonrió. Ofreció su mano a la Llorona, que la aceptó de buen grado.
A partir de entonces la vida de Diana dio un giro radical. El odio al sexo opuesto no se había apaciguado en lo más mínimo, pero por primera vez en su vida, tuvo la impresión de saber con absoluta certeza como demostrar su valía ante los Hijos de Adán. Sin embargo, al mismo tiempo que su venganza tomaba una forma concreta, encontró en su maestro, sin querer reconocerlo, al padre que nunca tuvo en Rufino.

CONTINUARÀ...