jueves, mayo 10, 2007

OLEADA BLANCA EN ROMA

Cargar con toda una fe a cuestas.
Y con mi edad.
¿Cuánto hace que salió el humo blanco de esa bendita chimenea, anunciándome como el nuevo vicario del Señor? ¿Cuarenta, veinte años? ¿Acaso fue ayer? ¿Y por qué, en el último de los casos? ¿Acaso en algún momento aspiré a llegar tan lejos por pura vocación? ¿Cuánto hace que me convertí en un hipócrita?
La gente debería comprenderlo: los religiosos también somos humanos, por más que queramos negarnos esa condición calificándola como un pecado, sin importar las circunstancias. Hoy que me encuentro en este predicamento, me río de mi antigua pretensión de crear el pecado de ser una criatura humana, pues todo lo que hacemos me resulta, en esencia, repugnante. Comer: ese acto que, pese a haber sido refinado hasta extremos ridículos por nuestra raza, nos hermana a fin de cuentas con los animales al no ser mas que la satisfacción de una necesidad vulgar y prosaica; cagar, otro acto inherente a nuestra especie y a todo ser vivo, es algo tan grotesco e innoble, que debería ser castigado. Y el sexo, por supuesto: un impulso animal tan básico, que nos lleva a realizar actos que difícilmente estaríamos dispuestos a llevar a cabo para satisfacer cualquier otra necesidad que no fuese fornicar. Y sin embargo, resulta irónico que de todos esos actos repulsivos, este último sea el que castigamos implacablemente; aquel que tiene en buena parte de los casos, la motivación más elevada, con el agravante de que, encima de todo lo anterior, condenamos sin siquiera conocerlo.
¿Será por eso que soporto en estos momentos la lastimosa visión de mi cuerpo, decrépito y desnudo, frente al espejo? ¿Necesito experimentar que es eso tan terrible que hay en el sexo, para comprender porque la institución lo odia tanto? ¿No será que solo estoy buscando justificaciones para aliviar esa comezón de la adolescencia, que desde entonces me acompañó, y que no pude aliviar por miedo a enfadar a nuestro Señor? ¿Será algo tan impuro como la envidia lo que me lleva a esto?
Hice que me trajeran libros acerca de esto. Me sentí como un niño otra vez, al mirar esos dibujos ilustrando como lo debo hacer. Oleadas de placer y culpa invadieron mi alma al pasar mis ojos por la palabra masturbación. “El Papa jamás se ha masturbado”, dijo una voz allá, en mi consciencia. Pero otra voz, más fuerte y terrible, me invadió: “Nadie tiene porqué enterarse de que el Papa se masturbó”.
Mi cuerpo es una ofensa a la naturaleza: Pequeño, encorvado, viejo… la única señal de vigor o vitalidad se encuentra en mi vientre: abultado, liso y sonrosado. Mi tiara papal está fuera de lugar frente al espejo, es la única prenda que llevo encima, y siento lo que supongo que es la excitación. Empiezo a explorar mi cuerpo desnudo en el espejo, y lo voy encontrando cada vez menos grotesco. Me empiezo a ver a mi mismo como un simple mortal, un hermano de la humanidad; vulnerable, frágil, merecedor del afecto y calor de otro cuerpo, como cualquiera de mis congéneres. Es cierto que este cuerpo ya pasó su mejor época, pero sigue siendo un ente sensible y ávido de experiencia.
Toco con ansias cada parte de mí y lo disfruto. Poco a poco se va desvaneciendo el pudor y la culpa por sentir este impulso salvaje, este –me voy a permitir la palabra- placer que me doy a mi mismo como un regalo maldito que me enaltece y dignifica como una criatura más de la Creación. Recorro mi cuerpo con avaricia, quiero ofrendarme a mi mismo este inocente salvajismo, el abandono primitivo e intoxicante de la voluptuosidad. Pensamientos impuros empiezan a invadirme: si este placer puede alcanzarse con la autosatisfacción, yacer al lado de una moza debe ser un océano de sensaciones non sanctas.
A pesar de mi insaciabilidad, de lo rápido que ha sido esta exploración del cuerpo que hasta ahora jamás había vivido en realidad, elijo posponer mi parada final, el clímax de este ritual iniciático. Evito tocar mi falo, en parte por la deliciosa espera que supone reservarme cuanto sea posible dicha consumación, y en parte por el temor de encontrarme con que, atrofiado por la falta de uso, dicha parte de mi humana integridad haya fallecido sin conocer los secretos de una rosada cavidad femenina. Me doy cuenta de que no puedo, ni quiero, posponer más este momento: con delicadeza, sostengo mi propio pene entre las manos. Es un pedazo de carne inerte, perdido en la jungla de mi vello púbico, adormecido por el paso de los años y la falta de actividad. Paso del más lujurioso éxtasis al sudor frío, renegando de Dios y de la Iglesia. Maldigo éstas décadas desperdiciadas en estudios, condenas y más estudios, que me han privado del goce de fornicar con la joven que pudo ser mi esposa, de aquellas monjas que, pese a sus años y las formas femeninas perdidas entre los hábitos, fueron objeto del deseo, por el simple hecho de ser mujeres. Ofrendo un último pensamiento impúdico en memoria de mi miembro psicológicamente mutilado, cuando se opera el milagro: las imágenes de esas mujeres le devuelven la vida a mi apéndice viril, un constante flujo de sangre yergue el cuerpo antes flácido, que sostengo con mi diestra. Al carajo con los libros: mi instinto basta para continuar por mi mismo el proceso. Imagino que si mi energía volvió al pensar en semejantes aberraciones femeninas, se fortalecerá mientras más apetecibles sean las hembras con las que mi imaginación se deleite.
Mi teoría da resultado: imagino todo tipo de mujeres, mi cerebro recrea imágenes a una velocidad deslumbrante. Criaturas de cabello negro, dorado, rojizo, castaño llegan a los ojos de mi imaginación en oleadas salvajes, pero no sólo eso: dentro de mi cabeza, las imágenes fluyen por sí solas, sin que yo las pueda contener. Imagino toda la cantidad de usos sexuales que puedo llevar a cabo con semejantes diosas de la lujuria; actos de sodomía, relaciones lésbicas, zoofilia… todas las aberraciones sexuales conocidas por el ser humano pasan por mi cerebro, sin que yo tenga la menor intención de detener el festival de depravación que surge en mi interior.
La eyaculación llega como la explosión de un volcán. Soy incapaz de controlarla. Ese líquido lechoso me inunda de culpabilidad, me siento inmundo y agotado. No puedo permanecer de pie, pierdo la consciencia rápidamente…
Ignoro cuanto tiempo me desmayé, pero mi corazón late con toda su fuerza. Las rodillas me tiemblan, me siento mareado y confundido. Sin embargo, a pesar de mi confusión y del lamentable estado en el que ese acto impuro me dejó, alcanzo a percibir que algo no anda bien: hay demasiado silencio. No se escucha el murmullo del personal de la casa, ni la algarabía que es la regla en esta ciudad. Me acerco a la ventana con paso lastimoso, apenas despierto luego del éxtasis más intenso que he sentido en mi larga vida (¿Orgasmo? ¿Eso fue lo que se conoce como un orgasmo?).
He recorrido los pocos pasos que separan este lujoso espejo de cuerpo entero del ventanal, pero me parece que han sido horas, que el esfuerzo ha sido comparable a la jornada de Ulises para regresar a su añorada Ítaca. Lo curioso es que solo al asomar mi cabeza y ser testigo del inusual y macabro espectáculo que la Plaza de San Pedro ofrece a mi vista, me doy cuenta de que la habitación está inundada por un moco blanquecino y pestilente. Asimismo, volteó a ver mi castigado cuerpo, para darme cuenta de que mi otrora abundante barriga ha desaparecido. Estoy fatigado y en los huesos, como el resto de la ciudad del Vaticano, cuyos habitantes flotan inertes en medio de este líquido vil que mana de mi pene…
No hay mucho por hacer, el boato que solía ser nuestro orgullo ha quedado en el olvido. Me siento un poco más repuesto, aunque esta leche viscosa no deja de manar de mi cuerpo. Consigo llegar, no sin esfuerzo, al trono papal. Durante el trayecto he visto flotando al lado mío los cuerpos de quienes solían ser mis colegas o mi servidumbre. Los miro con asco e indiferencia, nada importa ya. Paseo desnudo por el palacio, inundado de una extraña satisfacción, acaso felicidad. Debería sentirme culpable (¿Acaso no es la felicidad el peor de los pecados, según nuestra Santa Mitología?), pero prefiero abandonarme en este sentimiento impuro. Ignoro, y no me importa, si junto con la Basílica de San Pedro han muerto Italia o el mundo entero. Lo único que me interesa aquí y ahora, es saber que gracias a esta blanca e impura hemorragia, voy a ser el Papa con la muerte más indigna.
Pero, -loado sea Dios-, también será la más placentera.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Dios bendiga a la chaqueta

3:05 p.m.  
Blogger Paty said...

Jajajajaja! Ese anónimo ha escrito una verdad. Si comer, cagar, y el sexo fueran malos, no serían verdaderas necesidades. El problema es lo que hacemos con ellas y lo que se convierten depués de tanta represión y cuendo se combinan con miedos y patologías que nada tienen que ver con su propia naturaleza.

Mi querido Rex, he contestado al comentario que me mandaste por correo, de manera más amplia, en mi blog. Espero ahora haber sido más clara.

Un abrazo

9:11 p.m.  
Blogger LibeAlebrije said...

Y pa cuando tiene pensado escribir algo?

2:25 p.m.  

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