viernes, septiembre 01, 2006

Marte y Venus en la Atlántida (Segundo evento estelar)

Marte había participado en contadas, pero delicadas misiones para INTERPOL. Generalmente se trataba de narcotraficantes o ladrones de gran envergadura con suficiente dinero para pagarse un pequeño ejército de mercenarios. Habìa salido incólume de todas y cada una de aquellas misiones, ganándose el respeto de sus superiores y la admiración de sus compañeros.
Aconteció que alguna vez tuvo que asistir a la DEA como “apoyo no oficial” en contra de uno de los narcotraficantes más poderosos de América: “El Toro”. Prácticamente no se sabía nada de él, nadie conocía su rostro, nacionalidad o si en verdad existía. Había quienes aseguraban que “El Toro” no era sino una pantalla para ocultar un verdadero sindicato criminal; otros en cambio, habían escuchado que se trataba de un hombre de unos cuarenta años de edad, fornido y alto, que escondía su rostro tras una máscara. Desde luego, nadie habìa tenido referencias directas de semejante criminal, por lo que los rumores eran la ùnica pista de su existencia. En cualquier caso, un soplo había descubierto el escondite del misterioso Zar de las Drogas, por lo cual INTERPOL asignó el trabajo a su mejor agente.
Los agentes horadaron la ciudadela del criminal con armamento pesado, solo para ser recibidos por un ejército armado con equipo más sofisticado que el de ellos. Aquello fue una masacre, pero Marte no tenía tiempo de auxiliar a sus compañeros, aunque le dolía en el alma no hacerlo.
Con todo y sus remordimientos, Marte se las ingenió para entrar a la fortaleza de “El Toro”. Decir que él solo derrotó a su ejército sería exagerar sus habilidades, que si bien no eran escasas, tampoco rayaban lo sobrehumano. Sin embargo, fue lo suficientemente hábil para llegar hasta las habitaciones del jefe de la banda, y corroborar si el legendario Toro era una leyenda o un personaje de carne y hueso.
Rendidos los acólitos, llegó la hora de enfrentar al legendario criminal, desvelar su secreto y conocer si su existencia era real o mítica. Marte lo halló en un salón oscuro, enfundado en un elegante traje italiano, con la roja máscara ceñida a su rostro. “El Toro” distaba de sentirse sorprendido, y sin aviso alguno, atacó a Marte.
Fue una pelea exhaustiva. Finalmente la vida de “EL Toro” quedó pendiente de un precipicio. Lo único que lo sujetaba a la vida era un jirón de su máscara, y el brazo de Marte. Poco antes de morir, “El Toro” desnudó su rostro a su adversario. Marte se quedó mudo de asombro: “EL Toro” no era otro que su hermano, desaparecido años atrás, cuando trabajaba para INTERPOL.

Diana llegó a la capital sin saber a ciencia cierta a que iba. Simplemente quería alejarse de su vida anterior, del recuerdo de su padre, y de su condición femenina. Creía, no sin razón, que el mejor lugar para demostrar su valía era la capital. Se estableció cerca de la colonia Doctores, donde sus días transcurrían exhibiendo sus habilidades superiores a todos los hombres, en cualquier actividad.
Pese a su naturaleza rebelde y fuerte, sabía comportarse como toda una señorita. Muchos la pretendían, pero todos eran rechazados de una manera dulce o brusca, dependiendo del humor del que estuviera. Aquello también era parte de la venganza hacia su padre, pues lo veía reflejado en todo el género masculino. Según su personal lógica, si su padre la había despreciado por ser mujer, la única manera de hacerle pagar a él y al mundo, era tratar a sus congéneres con el mismo desdén del que ella fue objeto.
Cierta tarde pasó frente a la Arena México. Se trataba sin duda de un cartel espectacular, pues la aglomeración abarcaba un par de calles. Diana quedó sorprendida por semejante tumulto. Presa de la curiosidad, consiguió hacerse de un boleto para entrar y observar qué fascinaba de manera tan apasionante a esa multitud. La oscuridad del local la estremeció. Un cierto aire de salvajismo, de pasiones desbordadas, inundó todo su ser. Escuchó al presentador dando los nombres de los gladiadores, quienes desfilaban orgullosos hacia el cuadrilátero. Cuando estos comenzaron sus evoluciones, Diana ya estaba como aprisionada del hechizo de la lucha libre. Las acciones la sorprendían, el dolor que aquellos gladiadores sentían la conmovió. Quiso demostrar que ella podía ser tan buena como cualquiera de ellos, por lo que se dio a la tarea de esperar pacientemente a la salida, cuando la fiesta de sangre y alaridos había terminado.
Abordó con resolución al Crazy Latin Fusion, quien salía después de haber dado una lucha maravillosa. Acostumbrada a conseguir cuanto quería, prácticamente obligó al enmascarado a escucharle.
-Yo no te puedo enseñar a luchar –dijo el encapotado, dándole al mismo tiempo una tarjeta– pero él sí. Ve a esta dirección, y dile que el Crazy Latin Fusion te envió.
Diana se fue del lugar satisfecha y dispuesta a aprender aquel rudo oficio. Crazy Latin Fusion la miró irse con una sonrisa bajo la careta. Le alegraba ver tanto entusiasmo en una jovencita, aunque supuso que la pobre no sabía en lo que se metía. Marchó rumbo a su departamento, pensando en aquella simpática niña, sin saber que acaso él era el primer hombre por el que Diana sentía algo parecido a la simpatía.

CONTINUARÁ...