lunes, noviembre 06, 2006

Marte y Venus en la Atlàntida (Octavo Combate de Auténtico Alarido)

Marte pasò su noche de gloria recostado en una cama de hospital, debatièndose entre la vida y la muerte, pues la lucha de hacìa unas horas lo habìa agotado hasta llevarlo a las puertas de la muerte. Pese a la seguridad encubierta que INTERPOL dispuso para su seguridad, el gladiador –cuya incògnita permanecìa a salvo gracias a gestiones del director de la agencia, quien abogò por quitarle la màscara solo si fuese absolutamente necesario-, tuvo una visiòn: una figura femenina se acercaba a èl. Sus ojos brillaban de manera intensa e inquietante, sin que pudiera definir si en aquella mirada estaba grabada la huella de un profundo rencor, o de una infinita melancolía. La mujer levantò la capucha del enmascarado, que, impotente ante la fascinación que aquella mujer le provocaba, mas que por sus heridas, le dejaba hacer. El aliento càlido y dulce de aquella sombra extasiaba sus sentidos, le aturdìa. Cuando reconociò por fin aquella fragancia, Marte supo que quizà estuviera viviendo sus ùltimos instantes: Venus lo tenìa a su merced, indefenso y lo que era aun peor, casi agradecido por su destino.
El rostro desnudo de Marte recibiò la mirada del espectro, que se posaba sobre èl como dos afiladas dagas. Sin embargo, cuando abriò los ojos, aquellos temibles aceros lloraban.
No dijo palabra alguna. No sollozò. Simplemente acercò sus rojos, palpitantes labios, a la boca del convaleciente. Aun en la oscuridad, Marte se reconociò en los ojos color avellana de Venus. Por primera vez en meses, quizàs en años, miraba su propio rostro reflejado en una lìmpida superficie. Ninguno dijo nada. Sus espìritus, asì como sus cuerpos, eran uno solo en aquel momento, un mismo ente que transpiraba, sentìa y lloraba a un mismo tiempo, con el mismo ritmo. La piel les palpitaba mientras comenzaban a trenzarse en una nueva lucha; una en la que no habrìa vencedor o vencido, en la cual, contrario a la que protagonizaran apenas unas horas antes, los contendientes buscaban algo màs allà que someter al rival. Tambièn en esta lucha habìa dolor sì; pero un dolor del todo diferente al que busca lastimar: lo que experimentaban era un sufrimiento mudo, que ambos buscaban en sì mismos, para que el adversario lo aliviase. Estaban rendidos, mas no habìa àrbitro que los separase o que tuviera que decretar un vencedor.
A pesar del agotamiento, dieron sus mejores lances. No tenìan pùblico que los animara, ni reflectores que los bañaran con sus luces falsas, pero asì estaba bien. La lucha seguirìa hasta que hubiesen dado todo de sì; hasta que el ùltimo gramo de fuerza los dejase tendidos, de cara a las làmparas, y un silencio sepulcral, pero compartido, les marcase los tres latidos de rigor, declaràndoles vencidos al fragor de la batalla.
La cabeza femenina reposaba en el moreno pecho de Marte. Los dos lloraban, sabiendo muy bien porquè, pero sin querer confesarlo. Finalmente, ella rompiò el silencio:
-Mi maestro y tù son los ùnicos hombres que conocen mi rostro –dijo con un hilo de voz- ganaste mi mayor tesoro de manera leal y honrada, y solo a ti te dirè mi nombre.
Se le acercò como una leona se acerca al antìlope herido, pero èl no se inmutò. Gruesos goterones llenaban de agua los ojos de ambos, cuando, tal como una ràfaga de viento besando una hoja, ella le susurrò su nombre:
-Diana…
Permanecieron inmóviles por instantes que parecìan de piedra. Finalmente, Venus cubriò nuevamente su rostro con una capucha idèntica a la que horas antes le arrebatara el hombre que tenìa frente a sì; solo que en colores màs oscuros. Lentamente dio la espalda al herido, intentando ocultar la voz quebrada que emergiò cuando nuevamente le dirigiò la palabra:
-Nos volveremos a ver…
Venus saliò como un suspiro o un deseo no cumplido; tal como habìa conseguido entrar. Marte vistiò su rostro nuevamente, convencido de que las palabras de su adversaria eran verdad.
El dolor seguìa allì; pero ya no lo sintiò en el cuerpo.
Pasaron semanas antes de que Marte pudiese abandonar el hospital. Cuando lo hizo, una multitud lo esperaba a las afueras del nosocomio, vitoreàndolo y sosteniendo pancartas de apoyo y reconocimiento, pues a pesar del tiempo transcurrido, la gente continuaba saboreando aquella lucha, con la subsecuente victoria del enmascarado escarlata. Marte dejò el lugar vistiendo su màscara, apoyado con un bastòn, y agradeciendo al pùblico los gestos de solidaridad y aprecio. La empresa habìa arreglado que se instalase un podium afuera del hospital para que el gladiador diera un pequeño e improvisado discurso de agradecimiento. Marte realmente no tenìa ganas de hacer algo semejante, pero tampoco podìa defraudar a quienes lo habìan apoyado de tal manera, asì que un tanto desganado, subiò el escenario para expresar brevemente unos sentimientos que no eran del todo sinceros.
-Antes que nada –comenzò- quiero agradecerles a aquellos que asistieron a la lucha, o a los que la vieron por televisión.
Un rugido de jùbilo estallò de tal manera, que Marte se vio obligado a aplacarlo con un gesto y una sonrisa no muy sincera.
-Crèanme que el resultado quizà no habrìa sido el mismo, de no haber sido por ustedes. ¡Gracias!
La multitud lo acalmò una vez màs, mientras abandonaba el lugar, aliviado. Dentro del vehìculo que lo llevaba a casa, solamente un pensamiento rondaba su cabeza: un retiro prematuro, tal vez, pero definitivo y absolutamente necesario. Aquella lucha, las semanas de convalecencia, pero sobre todo, la extraña visita de Venus, cuyo recuerdo no le parecìa del todo real, ameritaban tomar una decisión tan radical y definitiva. Después de todo, su meteòrica carrera le habìa servido para hacerse de una suma considerable para costearse una existencia tranquila en apariencia, pues el recuerdo de aquella noche, de aquella mujer, agujonearìa para siempre su existencia. ¿La volverìa a ver? No estaba seguro. Si la visita en verdad habìa ocurrido, no tenìa porque dudarlo; de lo contrario, el destino de Venus serìa un misterio perpetuo para èl. Y lo que era aun peor: deseaba que aquella visiòn nocturna en verdad hubiese ocurrido. El recuerdo de ese cuerpo contoneàndose a la par del suyo, el aroma de su piel, la sedosidad de sus cabellos… todo ello era tan real para èl, que maldecìa esa miserable incertidumbre que lo consumìa.
Al dìa siguiente pidiò una cita con Lino para hablar de su retiro