martes, noviembre 24, 2009

Lucero

De vez en cuando, me da por la poesía. Respeto demasiado el género para lacerarlo con mis horrendas letras, pero a vece -sólo a veces- amanezco de ánimo lírico y vomito versos -feos, eso sí- que me salen de la alma. A'i se las dejo pues'n...






Era Lucero la ninfa
Cuyo bondadoso corazón me amaba.
Ella, cuyos largos cabellos inundaban
Desde mi más tierna infancia mis sueños.

Son sus manos blancas y generosas,
Su sonrisa fácil y franca.
De corazón tierno, y tierna su alma,
Su voz de ángel inunda mi ser
Cuando su canción se eleva al viento.

Es Lucero, la que se conduele del dolor ajeno,
Ella enseñó a mi corazón, el día que la conocí,
Lo que es la compasión.
“¡Ven!” decía, sonriente y animosa,
sus cabellos jugando con el viento,
los días que trabajábamos por el menesteroso:
“La felicidad sólo está en dar.”

¡Ay Lucero, la de los castaños cabellos!
¡qué no haría por ti, por tu mirar!
¡Qué sacrificio es suficiente!
¡Qué dolor te habrá de honrar!

Por eso aquel día que fuiste,
llorosa a mi lugar.
Afligido te abrace y dijiste:
“Necesito tu cuerpo, tu calor”.
“Un niño muere esta noche,
Yo siento tanto dolor.
¡Quédate –dijiste entonces- quédate y dame tu amor!”

Sollozabas tiernamente en mi pecho,
Haciendo mi felicidad.
Dormimos juntos por horas,
Ya no supe yo de mí.

El sol me besó con sus rayos,
La soledad me abrazó con sus brazos.
El dolor de verme sin Lucero
No se comparaba con el que sentía en mi costado:
Pues la honrada mujer, la querida,
El ángel de amor que me dio su pasión,
¡Hundió su puñal en mi riñón,
Se lo robó , lo vendió, o aun peor:
¡Se lo dio a una de esas inmundas larvas del teletón!

miércoles, octubre 21, 2009

Nostalgia de la Lucha... (Fragmento, título tentativo)

... La capucha verde del Espectro fue la primera joya faltante en aparecer, luego de abrir con ansiedad los primeros seis sobres. Poco a poco se le unieron Rocambole, Mano Negra y Jungla, hasta juntar trece adquisiciones completamente nuevas. ¡Ya eran menos de diez las estampas que le faltaban para completar la inédita hazaña!
Sin embargo, se sentía intranquilo: Verónica no se hallaba por ningún lado, y ella no acostumbraba faltar a clases sin avisar al maestro. Dentro de su felicidad y excitación, no pudo evitar preocuparse.
-El Santo –dijo Rogelio, esgrimiendo en el aire la imagen del Supermuñeco.
-Va –contestó Miguel distraído, pero incluso si se hubiese percatado de que estaba cambiando una estampa valiosísima por una más común y que encima ya tenía, no le habría importado gran cosa. Sus pensamientos estaban enfocados en imaginarse que habría sido de Verónica. El recreo, siempre corto y esperado, le pareció un infierno eterno sin ella correteando por el patio con sus amigas. Las clases de la tarde fueron la peor de las torturas, y nunca le habían parecido tan tediosas y aburridas.
Su rostro se iluminó, sin embargo, cuando la vio llegar a la hora de la salida. Iba vestida con sencillez, como escondiéndose, pero esperando verlo. Él se le acercó antes que cualquiera de sus amigas.
-¡Mira Vero! –se le acercó emocionado, extendiendo el álbum de luchadores abierto, y casi lleno en su totalidad -¡Ya nomás me faltan seis…!
Verónica no dijo nada, le costaba trabajo hablar. Miguel supo que había ido a la escuela sólo para verlo a él, pero no se alegró en absoluto. Entre lágrimas, Verónica le contó su pesar:
-Mañana es mi último día en esta escuela, Miguel… mi papá consiguió trabajo en otro estado, y…
Miguel no quiso saber más. Furioso, dio la media vuelta y corrió con las mejillas mojadas en sal rumbo a su casa.
No salió de su habitación en todo el día. Cuando su madre lo llamó para saber por qué se encerraba, él simplemente respondió con un grito que dejaba escuchar el nudo en su garganta que tenía tarea por hacer. Haciendo gala de prudencia, su madre permitió que el niño se desahogara de lo que le ocurriese durante un rato.
Una llamada despejó las inquietudes de doña Luisa: Teresa, la madre de Verónica, le llamaba para avisarle que su marido había conseguido una gerencia regional en su trabajo, por lo cual la familia tenía que mudarse a Guadalajara. Luisa supo entonces qué era lo que ocurría con su hijo, pero prefirió respetar por ese día su dolor.
El jueves siguiente Miguel despertó una hora más tarde de lo que estaba acostumbrado. Le extrañó que su madre no lo despertase, ya que generalmente doña Luisa no perdonaba ni un segundo a su hijo, cuando de ir a la escuela se trataba. Aún tenía puesto el uniforme de la escuela, y el llanto de la noche anterior le proporcionó una sensación de bienestar, aunque seguía dolido por la inminente pérdida de Verónica.
-¿No piensas despedirte de Vero…? –preguntó su madre, parada en la puerta de la habitación.
-¡No! –respondió él, furioso- la odio… ¿Pa qué se va…?
Doña luisa lo miró con comprensión. Se acercó al niño, cuyos ojos estaban a punto de estallar en lágrimas.
-Mira, Miguel… -dijo con voz suave su madre- Vero no se va porque quiera hacerlo. Son sus padres los que han decidido aprovechar esa oportunidad.
-Pero ella no se quiere ir –respondió Miguel con un nudo en la garganta, que se engrosó cuando prosiguió su frase- y yo no quiero que se vaya.
Su madre suspiró. Posó su mano consoladora en la cabeza de Miguel.
-Mira hijo: desafortunadamente, hay cosas que no dependen de ustedes. Uno como padre a veces tiene que tomar decisiones que no le van a gustar a sus hijos, pero es por el bien de la familia. El papá de Vero tuvo que tomar una de esas decisiones, porque no es fácil sostener a una familia con lo que él gana, y para poder salir adelante, necesita aceptar la oferta que le hacen en Guadalajara.
-Pero ella se va a olvidar de mí…
Doña Luisa sonrió tiernamente:
-Eso no lo puedes saber. Y en todo caso, creo que lo más importante es que tú no te olvides de ella…
Miguel rompió en llanto, refugiándose en el regazo de su madre, bañando su vestido con lágrimas que le reconfortaban lentamente.
Doña Luisa no dijo nada por varios en minutos. Dejó que la tristeza de su hijo fluyera libremente, hasta que se sintió casi completamente aliviado.
-Ahora –dijo Doña Luisa, tomando el álbum de luchadores de la cama de Miguel- creo que lo mejor es que vayas a despedirte de tu amiga…
Miguel miró el álbum que le ofrecía su madre. Su rostro se iluminó, esperanzado. Aún le faltaban seis estampas, ¿y qué? Lo único que importaba en ese instante, era llegar a la escuela, alcanzar a Verónica, y pasar su último día juntos lo más felices que se pudiera. Si le hacía burla porque no había logrado completarlo, era lo de menos. Su único pensamiento era compartir esas últimas horas con su amiga, y mientras pudiese hacer eso, el mundo podía irse al carajo...
Llegó corriendo a la escuela, a la hora de la salida. Verónica estaba rodeada de compañeros que la despedían entre lágrimas y alguna que otra broma. Se escondió lo suficientemente bien para que sólo ella lo viera, pues quería pasar las últimas horas juntos sin compartirla .
Se despidió rápidamente de sus amigas, pues en el fondo, ella también deseaba despedirse de manera especial de Miguel. Se encontraron detrás de la escuela, como si se tratase de una pareja de amantes furtivos.
-Ya sabía que no lo ibas a llenar…- dijo ella con voz entrecortada, mirando el álbum de luchadores que Miguel llevaba bajo el brazo.
-Cállate, cuatro ojos- respondió él, disimulando con trabajos la tristeza en su voz.
Se sentaron en la banqueta por horas, sin decirse nada, aunque una cálida melancolía los inundó. Miguel revolvía de vez en cuando las hojas de su álbum de estampas, mientras Verónica lo contemplaba abstraída.
La roja tarde se posó en la calle que los miraba perezosa, soplando de vez en cuando un viento que alborotaba los cabellos de la niña y un sol que tornaba rojizas las pupilas del jovencito. Y así, sin decir nada, se dieron ese beso que no lo fue. Unieron sus labios, con inocencia, sin saber bien a bien lo que hacían. No fue realmente un beso, pero para los dos sería el primero: el que recordarían por siempre, el que no le confesarían a nadie.
Tomaron distintos rumbos, para llegar a un mismo sitio con el corazón triste, pero descansado. Miguel llevaba los anteojos de su amiga en el bolsillo de la camisa; Verónica, un álbum de luchadores sin completar, escondido entre los libros de la escuela…

jueves, mayo 10, 2007

OLEADA BLANCA EN ROMA

Cargar con toda una fe a cuestas.
Y con mi edad.
¿Cuánto hace que salió el humo blanco de esa bendita chimenea, anunciándome como el nuevo vicario del Señor? ¿Cuarenta, veinte años? ¿Acaso fue ayer? ¿Y por qué, en el último de los casos? ¿Acaso en algún momento aspiré a llegar tan lejos por pura vocación? ¿Cuánto hace que me convertí en un hipócrita?
La gente debería comprenderlo: los religiosos también somos humanos, por más que queramos negarnos esa condición calificándola como un pecado, sin importar las circunstancias. Hoy que me encuentro en este predicamento, me río de mi antigua pretensión de crear el pecado de ser una criatura humana, pues todo lo que hacemos me resulta, en esencia, repugnante. Comer: ese acto que, pese a haber sido refinado hasta extremos ridículos por nuestra raza, nos hermana a fin de cuentas con los animales al no ser mas que la satisfacción de una necesidad vulgar y prosaica; cagar, otro acto inherente a nuestra especie y a todo ser vivo, es algo tan grotesco e innoble, que debería ser castigado. Y el sexo, por supuesto: un impulso animal tan básico, que nos lleva a realizar actos que difícilmente estaríamos dispuestos a llevar a cabo para satisfacer cualquier otra necesidad que no fuese fornicar. Y sin embargo, resulta irónico que de todos esos actos repulsivos, este último sea el que castigamos implacablemente; aquel que tiene en buena parte de los casos, la motivación más elevada, con el agravante de que, encima de todo lo anterior, condenamos sin siquiera conocerlo.
¿Será por eso que soporto en estos momentos la lastimosa visión de mi cuerpo, decrépito y desnudo, frente al espejo? ¿Necesito experimentar que es eso tan terrible que hay en el sexo, para comprender porque la institución lo odia tanto? ¿No será que solo estoy buscando justificaciones para aliviar esa comezón de la adolescencia, que desde entonces me acompañó, y que no pude aliviar por miedo a enfadar a nuestro Señor? ¿Será algo tan impuro como la envidia lo que me lleva a esto?
Hice que me trajeran libros acerca de esto. Me sentí como un niño otra vez, al mirar esos dibujos ilustrando como lo debo hacer. Oleadas de placer y culpa invadieron mi alma al pasar mis ojos por la palabra masturbación. “El Papa jamás se ha masturbado”, dijo una voz allá, en mi consciencia. Pero otra voz, más fuerte y terrible, me invadió: “Nadie tiene porqué enterarse de que el Papa se masturbó”.
Mi cuerpo es una ofensa a la naturaleza: Pequeño, encorvado, viejo… la única señal de vigor o vitalidad se encuentra en mi vientre: abultado, liso y sonrosado. Mi tiara papal está fuera de lugar frente al espejo, es la única prenda que llevo encima, y siento lo que supongo que es la excitación. Empiezo a explorar mi cuerpo desnudo en el espejo, y lo voy encontrando cada vez menos grotesco. Me empiezo a ver a mi mismo como un simple mortal, un hermano de la humanidad; vulnerable, frágil, merecedor del afecto y calor de otro cuerpo, como cualquiera de mis congéneres. Es cierto que este cuerpo ya pasó su mejor época, pero sigue siendo un ente sensible y ávido de experiencia.
Toco con ansias cada parte de mí y lo disfruto. Poco a poco se va desvaneciendo el pudor y la culpa por sentir este impulso salvaje, este –me voy a permitir la palabra- placer que me doy a mi mismo como un regalo maldito que me enaltece y dignifica como una criatura más de la Creación. Recorro mi cuerpo con avaricia, quiero ofrendarme a mi mismo este inocente salvajismo, el abandono primitivo e intoxicante de la voluptuosidad. Pensamientos impuros empiezan a invadirme: si este placer puede alcanzarse con la autosatisfacción, yacer al lado de una moza debe ser un océano de sensaciones non sanctas.
A pesar de mi insaciabilidad, de lo rápido que ha sido esta exploración del cuerpo que hasta ahora jamás había vivido en realidad, elijo posponer mi parada final, el clímax de este ritual iniciático. Evito tocar mi falo, en parte por la deliciosa espera que supone reservarme cuanto sea posible dicha consumación, y en parte por el temor de encontrarme con que, atrofiado por la falta de uso, dicha parte de mi humana integridad haya fallecido sin conocer los secretos de una rosada cavidad femenina. Me doy cuenta de que no puedo, ni quiero, posponer más este momento: con delicadeza, sostengo mi propio pene entre las manos. Es un pedazo de carne inerte, perdido en la jungla de mi vello púbico, adormecido por el paso de los años y la falta de actividad. Paso del más lujurioso éxtasis al sudor frío, renegando de Dios y de la Iglesia. Maldigo éstas décadas desperdiciadas en estudios, condenas y más estudios, que me han privado del goce de fornicar con la joven que pudo ser mi esposa, de aquellas monjas que, pese a sus años y las formas femeninas perdidas entre los hábitos, fueron objeto del deseo, por el simple hecho de ser mujeres. Ofrendo un último pensamiento impúdico en memoria de mi miembro psicológicamente mutilado, cuando se opera el milagro: las imágenes de esas mujeres le devuelven la vida a mi apéndice viril, un constante flujo de sangre yergue el cuerpo antes flácido, que sostengo con mi diestra. Al carajo con los libros: mi instinto basta para continuar por mi mismo el proceso. Imagino que si mi energía volvió al pensar en semejantes aberraciones femeninas, se fortalecerá mientras más apetecibles sean las hembras con las que mi imaginación se deleite.
Mi teoría da resultado: imagino todo tipo de mujeres, mi cerebro recrea imágenes a una velocidad deslumbrante. Criaturas de cabello negro, dorado, rojizo, castaño llegan a los ojos de mi imaginación en oleadas salvajes, pero no sólo eso: dentro de mi cabeza, las imágenes fluyen por sí solas, sin que yo las pueda contener. Imagino toda la cantidad de usos sexuales que puedo llevar a cabo con semejantes diosas de la lujuria; actos de sodomía, relaciones lésbicas, zoofilia… todas las aberraciones sexuales conocidas por el ser humano pasan por mi cerebro, sin que yo tenga la menor intención de detener el festival de depravación que surge en mi interior.
La eyaculación llega como la explosión de un volcán. Soy incapaz de controlarla. Ese líquido lechoso me inunda de culpabilidad, me siento inmundo y agotado. No puedo permanecer de pie, pierdo la consciencia rápidamente…
Ignoro cuanto tiempo me desmayé, pero mi corazón late con toda su fuerza. Las rodillas me tiemblan, me siento mareado y confundido. Sin embargo, a pesar de mi confusión y del lamentable estado en el que ese acto impuro me dejó, alcanzo a percibir que algo no anda bien: hay demasiado silencio. No se escucha el murmullo del personal de la casa, ni la algarabía que es la regla en esta ciudad. Me acerco a la ventana con paso lastimoso, apenas despierto luego del éxtasis más intenso que he sentido en mi larga vida (¿Orgasmo? ¿Eso fue lo que se conoce como un orgasmo?).
He recorrido los pocos pasos que separan este lujoso espejo de cuerpo entero del ventanal, pero me parece que han sido horas, que el esfuerzo ha sido comparable a la jornada de Ulises para regresar a su añorada Ítaca. Lo curioso es que solo al asomar mi cabeza y ser testigo del inusual y macabro espectáculo que la Plaza de San Pedro ofrece a mi vista, me doy cuenta de que la habitación está inundada por un moco blanquecino y pestilente. Asimismo, volteó a ver mi castigado cuerpo, para darme cuenta de que mi otrora abundante barriga ha desaparecido. Estoy fatigado y en los huesos, como el resto de la ciudad del Vaticano, cuyos habitantes flotan inertes en medio de este líquido vil que mana de mi pene…
No hay mucho por hacer, el boato que solía ser nuestro orgullo ha quedado en el olvido. Me siento un poco más repuesto, aunque esta leche viscosa no deja de manar de mi cuerpo. Consigo llegar, no sin esfuerzo, al trono papal. Durante el trayecto he visto flotando al lado mío los cuerpos de quienes solían ser mis colegas o mi servidumbre. Los miro con asco e indiferencia, nada importa ya. Paseo desnudo por el palacio, inundado de una extraña satisfacción, acaso felicidad. Debería sentirme culpable (¿Acaso no es la felicidad el peor de los pecados, según nuestra Santa Mitología?), pero prefiero abandonarme en este sentimiento impuro. Ignoro, y no me importa, si junto con la Basílica de San Pedro han muerto Italia o el mundo entero. Lo único que me interesa aquí y ahora, es saber que gracias a esta blanca e impura hemorragia, voy a ser el Papa con la muerte más indigna.
Pero, -loado sea Dios-, también será la más placentera.

lunes, enero 15, 2007

Marte y Venus en la Atlàntida (Doceavo Sangriento Match)

Eran ya demasiados meses buscando sin encontrar. El sentido de la vida habìa desaparecido del todo para èl. Aturdir sus sentidos de placeres no habìa funcionado, y buscar el amor, cuando su corazòn le pertenecìa solo a ella tambièn habìa resultado un fracaso. Ni siquiera su amor por la lucha libre lo podrìa sostener, de manera que no existìan ya razones para seguir adelante. La opciòn era ùnica y clara.
Llegò a su departamento con la convicción de quitarse la vida. Era tal su ensimismamiento, que no reparò que la puerta estaba abierta, aunque quizà le habrìa dado lo mismo. Encendió la luz, y lo que vio le dejò perplejo: un hombre lo miraba desde el sillòn, apuntàndole con un arma. Era el Director General de INTERPOL. Marte se sobresaltò.
-Disculpa que haya entrado asì –dijo el desconocido –pero era la ùnica forma. Sè que no me recuerdas, pero antes èramos muy buenos amigos.
Marte le dedicò apenas una desdeñosa mirada antes de responder con desgano.
-Pues si lo que intentas es detenerme, “amigo”, lamento decepcionarte. He tomado mi decisión y no la cambiarè.
El Director General enarcò las cejas. -¿El suicidio? –preguntò con acusada teatralidad –ya lo tenìamos contemplado, y te tengo buenas noticias: lo que te vengo a proponer es casi lo mismo…
Marte lo mirò con suspicacia, haciendo esfuerzos por recordar. Las nubes en su mente eran demasiadas.
-No te esfuerces en recordar. Mi gente te tratò para que tu vida fuera una mentira, hasta hace algunos años. Pero es necesario que recuerdes ese pedazo que te hace falta.
-No lo harè –dijo Marte sin mirar al Director –sea lo que sea lo que me pide, no lo harè…
-¿Ni siquiera por ella? –el Director le mostrò una foto de Venus con su màscara rosada, cosa que hizo reaccionar a su interlocutor.
-Me alegro de tener otra vez tu atención.
El Director le dio a Marte los pormenores de la operación después de inyectarle un suero que le devolverìa la memoria. Hasta donde sabìan, Venus acababa de ser reclutada por una organización terrorista cuyos planes eran resucitar la ciudad perdida de La Atlàntida, aunque no sabìan por que motivo, ni quien dirigìa la operación. La ùnica alternativa era acudir al mejor agente que INTERPOL habìa tenido jamàs, para encontrar y sabotear los planes del grupo terrorista.
Marte pensò unos minutos antes de dar su respuesta. Ahora, ademàs del recuerdo de Venus, la escena de la muerte de su hermano le atormentaba. Aquello le parecìa una pesadilla, pero si le daba la posibilidad de vover a ver, aunque fuera solo unos momentos a Venus, quizà la misiòn valdrìa la pena.
-Señor Director –dijo con decisión -¿Cuàndo debo reportarme a la misiòn?
El Director sonriò complacido
-De inmediato, Agente Marte.
Estrecharon las manos una vez màs, pero al Director General le pareciò que aquella seguramente era la ùltima vez que verìa a su amigo.
Inteligencia de INTERPOL no tardò en hallar el lugar donde La Atlàntida resurgirìa. Un aviòn de la agencia llevò al enmascarado al sitio donde se tenìa previsto que la ciudad perdida resurgirìa. Un espectáculo aterrador y fascinante a la vez le sobrecogiò, al observar como emergìa entre explosiones volcànicas. Marte entrò al complejo tras lanzarse en paracaídas a las convulsas aguas que vomitaban aquel horror.
Superar la vigilancia no fue problema. Inmediatamente se dirigiò a la càmara donde suponìa estaba el cerebro de la operación. Lo que encontrò fue al Dr. Cerebro, supuestamente muerto años atràs, en medio de una màquina cuya funciòn era, segùn explicò el propio doctor al enmascarado, emitir un pulso electromagnètico que destruirìa todo dispositivo electrònico, para chantajear a las grandes potencias. Los esbirros del Doctor Cerebro no fueron problema para Marte, quien no pudo evitar que este se suicidara antes de echar a andar su maligna màquina.
Una risa burlona resonò a sus espaldas. Cuando se dio la vuelta, mirò horrorizado a aquel hombre que habìa muerto años atràs por su mano, clamando ser su hermano.
-¿Crees poder repetir tu crimen otra vez… hermano?
Marte no respondiò palabra alguna. Sin que El Toro lo esperase, Marte se abalanzò sobre èl. Nada le importaba ya, ni siquiera saber que su propio hermano estaba detràs de aquella màscara, si no volvìa a ver a Venus de nuevo. El cuerpo de quien proclamaba ser su hermano desatò la destrucción de la màquina de la muerte, asì como el fin mismo de la isla.

Los recuerdos de ambos parecìan comparecer de la misma manera, al mismo ritmo, antes de verse frente a frente quizà por ùltima vez.
Intercambiaron miradas feroces, antes de lanzarse uno contra otro. Se trenzaron en un abrazo mortal, respirando mutuamente el aliento del otro. Sus cuerpos se rechazaron finalmente, fueron expulsados al liberarse la fuerza que los mantenìa unidos en aquella llave mortal. Jadeantes, se examinaban, uno en un extremo, y el otro al frente. Hilillos de sangre se dibujaban en sus bocas.
Sin anunciarlo previamente, se lanzaron salvajemente uno contra el otro. Nuevamente quedaron trenzados en un abrazo salvaje, mortal y definitivo. Marte pudo acercar su boca al oìdo de su adversaria:
-Venus –dijo jadeando- no tenemos que morir aquì… sabes que basta con que lo digas, para que salgamos juntos…
La chica titubeò. Se soltaron una vez màs, pero esta vez de manera suave, paulatinamente. En efecto, ella sabìa que solo dos palabras la separaban de la muerte o la felicidad, pero: ¿Tal felicidad merecìa echar por tierra sus convicciones? Si aceptaba la invitaciòn de su rival, todo lo hecho hasta ese momento en su vida habrìa sido inútil. Sus convicciones eran demasiado fuertes. Una lucha interior se desataba en su alma; una batalla entr su orgullo, y el anhelo natural y sempiterno, de todo ser humano: probar la felicidad.
La isla entera se caìa a pedazos alrededor de la pareja, pero ellos permanecìan impasibles, prácticamente indiferentes a lo que sucedìa alrededor. Detràs de la màscara de Venus, sus grandes ojos color avellana resplandecìan, mas nadie hubiese podido decir si aquel resplandor auguraba su decisión de entregarse finalmente a la felicidad, o si por el contrario, preferìa permanecer fiel a sus convicciones, a pesar de sacrificar su corazòn y su alma al odio que la consumìa. Finalmente, Venus dijo solo dos palabras, que Marte esperaba con impaciencia…
-Te…

-Lo siento, papi, se acabò el tiempo.
La exuberante Marcela era implacable con el tiempo. Aun cuando ella estuviera gozando, resultaba casi obsesiva con la puntualidad. Era una regla de respeto hacia su persona y a los mismos clientes, porque, después de todo, le gustaba dar un servicio de calidad en todos sentidos.
Abundio tomò su sombrero y el paraguas. Se calzò los anteojos, que solìa quitarse para leer. Estaba un poco apenado.
-Lamento haberte entretenido –dijo con voz quebrada- sè que lo tuyo son otros “servicios…”
La exuberante Marcela le regalò una sonrisa sincera, no como aquellas que estaba acostumbrada a repartir en el “Cadillac”.
-Como yo lo veo, papi, estàs comprando mi tiempo –dio otra sugerente chupada a su cigarro, mientras sus verdes ojos se perdìan en la selva de rulos rojizos que ocultaban a medias su rostro –lo que quieras hacer entre tanto ya es cosa tuya.
Cuando salìan del hotel tomaron rumbos distintos. La exuberante Marcela era mujer de impulsos, por lo que no pudo quedarse con las ganas de voltear al otro extremo de la calle, cuando Abundio se retiraba tìmido y un poco tristòn hacia un sitio de taxis.
-Oye papi, de veras me gustò, ¿sabes? Hay tipos a los que les gusta hacerme no sè que tantas porquerìas, pero lo tuyo nunca lo habìa hecho.
El rostro de Abundio se iluminò.
-Entonces, ¿Te gustò?
-Te cuentas buenas historias papi. Ojalà algún dìa regreses a terminar de decirme esta, o se te ocurra una distinta. Como sea, ya sabes donde encontrarme.
Abundio recibiò de buena gana el òsculo que le regalaba la exuberante Marcela en su mejilla derecha. Se encaminò de buena gana a su departamento, donde sin duda, lo esperarìa la fiel Jovita.
La Jovita que sabìa perfectamente donde pasaba su marido cada dìa qince o treinta del mes. La Jovita que se hacìa la que no sabìa nada porque, como todo ser humano sabe, la realidad acaso sea una carga menos pesada, si dejamos que, de cuando en cuando, nos engañen.

miércoles, noviembre 29, 2006

Marte y Venus en la Atlántida (Décimo Primer Agarrón de Escándalo)

Entregado a la vida civil, Marte dedicaba su tiempo a viajar por el mundo, siempre bajo la estricta vigilancia de INTERPOL. Aun sin su màscara, la identidad del gladiador estaba a buen resguardo, gracias a las gestiones y diligencias del Director General, buen amigo de Marte, aunque este no lo recordase.
Pese a sus esfuerzos por distraerse, lo cierto era que el recuerdo de aquella noche pasada bajo la piel de Venus aun quemaba su mente y su alma. Siendo de naturaleza melancòlica y con sensibilidad para el arte, intentò refugiarse en la expedición de los grandes tesoros culturales, naturales y artìsticos del mundo. Asì, visitò las pirámides de Egipto, la Torre Eiffel, las cataràtas del Niàgara, y todo aquel lugar que tuviese fama en el mundo por su riqueza y espectacularidad, mas nunca pudo conseguir alejar de su mente aquella terrible noche, la màs feliz de su existencia.
Al comprobar que el arte y la naturaleza no consolarìan su espìritu, se dio a la tarea de hallar a alguien que borrase con su cuerpo aquel recuerdo maldito y querido que le consumìa. Intentò todas y cada una de las variantes del placer con las mejores amantes del mundo. Se dejò arrebatar en una vorágine de perversiones y licencias que jamàs se hubiera permitido durante su vida como luchador. Cuando se dio cuenta de que el amor comprado jamàs se acercarìa a aquello con lo que Venus lo habìa intoxicado, intentò enamorarse de alguien que expulsase a Venus de su alma para siempre. Para su desgracia, la huella de aquella terrible mujer parecìa ser indeleble, pues aunque en todos sus intentos hallò ternura, inteligencia, o todas las cualidades deseadas por cualquier hombre en una mujer, ninguna se acercaba a aquel misterioso embrujo con el cual Venus habìa poseìdo su alma. El otrora enmascarado estaba a punto de sucumbir ante la desesperación y la acuciante necesidad de encontrar a Venus.

Fiel a su costumbre, Venus se convirtió en la mejor en aquello que hacìa. Vendìa sus caricias al mejor postor, y estos indefectiblemente quedaban satisfechos de su compra. Sin embargo, rara vez permitìa que algún cliente gozara con sus artes amatorias màs de una vez. Disfrutaba, como en antaño, saberse poseedora de ese inexplicable poder que toda mujer ejerce sobre el sexo opuesto, gozaba con la agonìa causada a sus clientes.
Cierta ocasión se acercò a ella un parroquiano del burdel donde prestaba sus servicios. Se trataba de un hombre corpulento y bien vestido, con un traje italiano de corte exquisito. La penumbra del lugar no permitìa ver su rostro, pero alguien con la perspicacia de Venus podìa adivinar sus facciones esuchando su voz gruesa, segura de sì, cuando lo escuchò hablar.
El sujeto pagò lo convenido para llevarla a un hotel, y tener su atención por el resto de la noche, como si sintiera desprecio por el dinero. Algunos ebrios miraban a la pareja sin disimular su envidia. Venus acompañò al caballero a un lujoso auto que le agurdaba a la salida, pero aun bajo las luces de la ciudad, fue imposible mirarle el rostro, que el sujeto parecìa esconder sistemáticamente bajo las sombras.
Camino al hotel no hablaron una sola palabra. A cualquier otra compañera de oficio, la situación le habrìa parecido irregular y peligrosa, pero para Venus era una especie de reto. Se preguntaba si en aquel hombre encontrarìa lo que, sin aceptarlo ante ella misma, estaba buscando desde la derrota con Marte.
Bajaron en un hotel de mala muerte, algo contrastante con el derroche que el sujeto habìa exhibido durante la noche.
-¿Esos desplantes eran fanfarronerías, amor? –preguntò Venus con sarcasmo. El sujeto se limitò a tomarla del brazo, casi arrastràndola a la habitación, cubierto en todo momento por las sombras. La joven tuvo que ceder ante el forcejeo, pero lo cierto era que la curiosidad tambièn la arengaba a seguir adelante con tan peligrosa aventura.
-Espera –dijo el hombre por fin. Era la primera vez que habrìa la boca desde que habìan salido del antro. Venus estaba lista para cualquier cosa, y si el sujeto ese pretendìa obligarla a hacer algo con lo que ella no estuviese de acuerdo, peor para èl.
Las luces se encendieron de pronto. La mujer sintiò vèrtigo por lo repentino del cambio. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, pudo enfocar al cliente, que finalmente aparecìa ante su vista sin sombras que lo guarecieran. Llevaba, en efecto, un finìsimo traje hecho a la medida, el cual difícilmente ocultaba sus poderosos músculos listos a estallar en cualquier momento. Unas manazas de uñas recortadas cuidadosamente, eran el final de aquellos brazos capaces de asfixiar a un toro con relativa facilidad; pero lo que aumentò el vèrtigo de la chica era el rostro de aquel gigante, que se ocultaba detràs de una màscara roja bastante similar a la de su odiado rival, salvo que el color de esta era màs oscuro, y tenìa un par de cuernos simulados en la frente. Estuvo a punto de gritar, pero su legendaria entereza y carácter la detuvieron.
-Estuve buscàndote por meses –dijo el enmascarado con una voz que no podìa ser la de Marte –para proponerte un negocio.
Pese a la desconfianza, Venus le permitiò hablar. El hombretòn comenzò presentàndose: se hacìa llamar “El Toro”, y básicamente necesitaba de Venus para llevar a cabo cierto proyecto en el que estaba trabajando.
-Se supone que estàs muerto –respondiò Venus cuando El Toro terminò su explicación.
-Es una buena treta cuando te dedicas a negocios como el mìo… -respondiò el enmascarado con una sonrisa siniestra. Venus le dio la espalda antes de reponder.
-Conmigo no cuentes. El crimen no me interesa en absoluto, y no porque tenga objeciones morales al respecto., sino simplemente, porque solo recurrirè a el si me conviene.
-Ese es el punto, querida –respondiò El Toro –permìteme presentarte al Dr. Cerebro, piedra angular de nuestro proyecto…
De una puerta emergiò un hombrecillo en bata, mismo que le dio los pormenores del plan que pretendìan llevar a cabo: utilizando el poder de ciertos volcanes submarinos, revivirìan la legendaria Atlàntida, que utilizarìan como un gigantesco generador para amenazar a las grandes potencias, y tenerlas bajo su dominio. La supuesta muerte de El Toro era una pantalla perfecta para trabajar en las sombras, pero seguramente INTERPOL los descubrirìa tarde o temprano. Como si adivinara la pregunta que revoloteaba en la cabeza de Venus, El Toro explicò su participación en el asunto:
-Un viejo conocido tuyo seguramente vendrà tras de nosotros. Aquel que te despojo de todo cuanto te importaba en la vida, y creo que eres tù la ùnica que lo puede enfrentar…
-¡Marte! –gritò la chica con un brillo de odio en sus ojos. El Toro sonriò.
-Creo que disfrutaràs trabajando aquì…

CONTINUARÁ...